viernes, 10 de abril de 2009

Manta

El cielo empezaba a oscurecerse. Hoy hacía un poco más de fresquito que los demás días y encendí la calefacción. El oscuro parqué se calentó en seguida y el gato bajó a arrullarse entre mis piernas. Se ve que me echaba de menos en el sofá.
Le cogí en brazos. Su pelo negro brillaba a la luz de la lámpara del estudio, y ambos miramos hacia fuera. Desde el fondo de su pechito surgieron unos murmullos, estábamos ronroneando frente al balcón mientras una finísima lluvia empezaba a manchar los cristales.

Me acerqué al reproductor y le di al play. Saliera lo que saliera, estaría de acuerdo con escucharlo. Me dejé caer en el sofá y nos tapamos. Zero sacó la cabeza fuera de la mantita y se acurrucó en mi barriga. Junto a mí había una mesita pequeña que normalmente utilizamos para comer llena de papeles, un libro, el mando de la mini cadena y un té.

Soko llenó la sala con su acento inglés afrancesado. Miré alrededor, como reconociendo por primera vez lo que me rodeaba. Lo que debía ser el salón de la casa se había transformado en un curioso estudio muy acogedor. Habíamos llenado las paredes de libros de todo tipo, llegando casi al extremo del horror vacuii que tanto caracteriza al barroco. A cada extremo de la habitación se encontraban los dos hemisferios de un mismo mundo, con su mesa de trabajo. Y en el medio estaba el sofá, el ecuador, el lugar en el que a veces pasábamos la mayoría del tiempo.

En un lado, mi lado, había enormes libros apilados, un ordenador con el salvapantallas puesto y muchos papeles ordenados siguiendo un principio fundamental: la mesa, por grande o pequeña que sea, debe procurar estar ocupada en su totalidad. La silla también estaba recubierta por una manta verde muy cantarina, la manta preferida de Zero. La pared frente al escritorio estaba llena de dibujos firmados, donde una chica, un chico y un gato negro intercalaban escenas entre absurdas, cariñosas y extrañas.

Al otro lado, su lado, delante del ordenador apagado había una tableta de dibujo y un par de libros más o menos distribuidos por la ley del caos. La superficie estaba dibujada con permanente por un montón de personas con estilos diferentes. La pared de en frente estaba recubierta por muchos cartelitos y post-it de colores y letras variadas, firmados por Mer².

La música cambió, sonaba Baloo con su filosofía de vida, SOAD f*cking the system y Beethoven. Apagué la luz para probar a mi mente e hice el mismo recorrido con la mente. Y fui más allá. Tras la puerta del salón estaba el recibidor, centro neurálgico de toda la casa. Recto se encontraba la cocina, más o menos grande, con sus muebles oscuros, la escoba junto a la puerta y los platos de la comida aún sin fregar. En un rinconcito había una puerta, y tras ésta había una pequeña salita enmoquetada con pufs y cojines. A un lado había un mueble con portezuelas donde se escondía la televisión, un par de consolas y algunas películas y juegos originales. Las paredes lucían pósters de películas y juegos enmarcados. Él acostumbraba a llamarla la Sala de los vicios, pero yo prefería el nombre de Sala del proyector, porque no sonaba tan erótico.

Desde el recibidor llegabas al baño, uno de los lugares más relajantes de toda la casa. Junto a la bañera había sales de baño y velitas. También allí estaba colocada una mesita de manera estratégica para dejar las lecturas o las bolsas de pipas en los momentos de relax. Dos cepillos de dientes, fundas de gafas, un cepillo para el pelo.

Por último, el dormitorio. Mi imaginación llegó allí más tarde, quizá porque era el lugar más desordenado y personal de la casa. En una silla a la izquierda se amontonaba ropa de él y ropa de ella; la cama estaba sin hacer, porque una de las reglas primordiales era que a veces era innecesario hacer la cama, porque al fin y al cabo la desharías en unas horas. Las sábanas eran negras y blancas y las paredes burdeos —habíamos pasado horas enteras discutiendo si el color burdeos se podía o no considerar un color— con cuadros que hacía años había pintado mi abuela, una herencia muy preciada. Los despertadores parpadeaban en las mesillas de noche y junto a una de ellas estaba el pijama tirado en el suelo.

En mi cabeza se abrió la puerta de la calle en silencio. Tenacious D regalaba su voz en directo a través de los altavoces y yo me relajé un poco más. Zero giró un poco en la cabeza, pero estaba demasiado ocupado durmiéndose que ni se inmutó.
Unos pasos descalzos se deslizaron por el suelo, la sombra negra que era el gato se levantó con el rabo erguido y como recompensa recibió una cariñosa caricia. Noté unos labios posándose en mi frente, permanecieron ahí unos instantes y luego una mano helada alzó mi barbilla. Sus labios me besaron, y cuando se separaban yo le apreté contra mí y le robé otro beso, y otro.

Le quité el gorro con una mano e introduje mis dedos entre su cabello. Era tan suave todo él que no hubiera podido dejar de acariciarle. El sofá estaba abierto y era ancho, por lo que se pudo tumbar a mi lado. Le tapé con la mantita y Zero se colocó en medio, ronroneando tan fuerte que ahogaba cualquier otro sonido en el estudio.
Con esto mi vida ya puede darse por autor realizada, pensé.

Ya podría dormir.

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