jueves, 27 de noviembre de 2008

07. Aúnnotengoniideadeltítulo

Hoy tenía prisa, y hoy tenía que ocurrir. Los coches estaban parados en medio de la calzada, uno detrás de otro. No había escapatoria. El único ruido eléctrico era la música, que sonaba con toda su dureza. Cuando iba en coche y pasaban cosas así olvidaba todo el estrés que pudiera llevar encima, sintonizaba con alguna emisora donde pusieran con regularidad clásicos como Limp Bizkit o Sistem of a Down y me introducía de lleno en la música. Dudo mucho que alguien que no me viera en esa situación creyera que una mujer tan profesional y sobria llegara a desmelenarse de esa manera, cantando a todo pulmón.
Pero entonces ocurrió. La música dejó de sonar y como respuesta a esto un humillo negro empezó a emanar del capó. What the fuck!? De forma misteriosa todo acabó. Fue como un ataque al corazón, rápido y certero. Y yo en medio de la ciudad, con las llaves de un trasto inservibles y preguntándome si alguien me daría algo por ellas. Aunque fuera una chapita de la suerte, no sé.
Ante la perspectiva de quedarme atascada y dentro de las tripas de un ente muerto, decidí idear el plan B que nunca se me pasó por la cabeza preparar. ¿A quién se le ocurriría que la máquina fiel se fuera al carajo? Escarbé en el bolso a ver si encontraba una alfombra voladora, pero en contra de lo que dicen las leyendas urbanas, los bolsos de las mujeres no tienen un espacio infinito dentro. En el mío sólo había una cartera negra, de piel, que me regalara Allen por mi cumpleaños, y una minúscula agenda. Esta última la descarté como artefacto para la elaboración del nuevo plan, y me centré en la cartera. Llevaba dinero… ¿se podría hacer algo con ello? A lo mejor si frotaba un billete de diez euros salía un genio y me concedía tres deseos. ¡Deseos! Al final lo único que me vino fue otra idea: ¿y si con el dinero compro un billete de autobús? Resultará que soy inteligente y todo…
Salí con el dinero en el bolsillo de la chaqueta, cerré con llave y me acerqué a pie a la parada de bus más cercana, a un par de manzanas preguntando. En realidad habría llegado antes, porque la tenía en frente de mis narices, pero no estoy acostumbrada a la fauna de las calles y al principio fue difícil hacerse entender con ellos. Sólo era cuestión de hablarles en el mismo idioma, despacito, nada de gruñidos y golpes en el pecho como intenté. Eso me pasa por dejar que los prejuicios guíen mis pasos.
- Oiga, perdone, ¿sabe cuánto tardan los buses en llegar al centro?
- Un cuarto de hora más o menos, desde aquí.
- Ah, ¿y hace mucho que pasó el anterior?
- Unos veinte minutos, calculo.
- ¿¡Veinte minutos!? ¡Pero si me ha dicho un cuarto de hora!
- Tardan un cuarto de hora, pero el bus pasa cada media hora.
- ¡Fraude! ¡Estafa! No se haga el inteligente conmigo, señor mío, porque soy una mujer trabajadora del s. XXI, madre de casa y mujer de…-empecé a argumentar, muy convencida y altanera, hasta que un coche pasó demasiado cerca de la acera y me dio un buen susto-. ¡Asesino! ¡La voz de las mujeres no podrá ser callada jamáaas!
Como si me hubiera caído una piedra encima, descubrí que estaba siendo observada como si la única primate en toda la ciudad fuera yo, y eso me hizo sonrojar. ¿Tan poco protocolaria era en la vida común?
Entre unas cosas y otras llegó el autobús. Me rezagué un segundo para ver cómo se hacían esas cosas. Parecía sencillo, ponías el importe encima de la mesita del conductor y él te daba un ticket blanco y tu cambio, entre gruñidos y malas miradas. Estos sí se comportaban así, era inconfundibles. Por fin podría probar mi dominio del idioma.
Subí la última por la portezuela mágica, que se abre y cierra con un botón, como si fuera una extremidad y el hombre su corazón. Magnífica metáfora. Antes de enfrentarme al jefe del grupo me dispuse a sacar el material con el que comerciar mi viaje en carroza. Bendita sorpresa cuando la mano no conseguía introducirse en el bolsillo de la chaqueta. ¿Se habrían pegado los extremos? ¿Habría cambiado de posición la abertura?
Cansada de rebuscar entre la tela, miré hacia abajo. Era una chaqueta lisa, de cuello alto y botones grandes. La característica que la hacía única es que la abertura estaba ladeada, en vez de ser recta, por lo que concebía un aire de incontrolable originalidad dentro del conjunto serio y coherente. Ahí estaba el bolsillo izquierdo, correcto; y ahí estaba… estaba… no, ¡no estaba! ¿Y qué hago sin bolsillo?
Me quité el abrigo, algo asustada, y empecé a buscar por todos lados. Había muchos ojos observando la escena, y parecían asombrados.
- Señor conductor, creo que se me ha perdido el bolsillo por algún lado. Le cambio el billete por… por…-rebusqué y en el izquierdo encontré las llaves del coche-, por… las llaves de mi coche estropeado.
- ¿Crees que tengo tiempo que perder con chiflados como tú? ¡Ya me he retrasado por una tontería!
- Mire, señor, le aseguro que yo tengo más prisa que usted, debí llegar hace media hora a la escuela, pero había un atasco, el coche me dejó tirado y en el bolso de una mujer no caben alfombras voladoras. ¿Cree que tengo el problema de que, encima, me haya desaparecido el bolsillo con el dinero? Aquí nadie me tiene que echar de ningún lado, porque antes me mojo los zapatos que compartir el mismo aire con primates maleducados y obtusos como usted. ¡Buenos días!
Y qué decir que en los siguientes veinte segundos tuve que comerme mis palabras, una a una. Los primeros cuatro coches salpicaron mis zapatos como si de una diana se tratara -…antes me mojo los zapatos que…-, y mi sentido de la orientación se vio mermado hasta el infinito sin la voz artificial de la mujer que habita en el GPS -…en el bolso… alfombras voladoras… primates maleducados… ¡buenos días!-. Me armé de valor, aunque tenía un terror atroz a moverme y crear un vórtice espacio-temporal que llevara a la humanidad al caos absoluto. Bueno, en realidad el resto de seres vivos me daban igual, no quería que le pasara nada malo a mi hija. Pero si ponía en la balanza que la niña acabara licenciándose en la guardería porque su irresponsable madre no fue a recogerla un día, o desencadenar el Apocalipsis... Probemos.
Pude despegar los pies del suelo, pude preguntar y pude llegar casi una hora tarde. Estaba todo dentro de las posibilidades. Cuando llegué a la puerta me daba vergüenza entrar. ¿Y si Lourdes, la profesora, estaba esperándome con el látigo en la mano? No podría contar todo lo ocurrido con claridad y seguro que me ponía nerviosa y empezaba a hablar de abducciones alienígenas y crustáceos. Todo el mundo considera que tengo unos recursos muy extraños para evitar las responsabilidades. Yo ya no sé qué pensar, porque a mí me parecen raros ellos.
‘Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma’. ¿Por qué todos los refraneros tienen razón? Yo me había convertido en una especie de profeta al que nadie podía ponerme cara, pero que se sabía a ciencia cierta que portaba barba y pañuelo, y un chico de ojos azules que acechaba tras la verja era mi montaña. Muy atractivo, por cierto.
- Perdona, ¿eres la mamá de Irene?
- Yo… sí. Siento el retraso.
- No te preocupes, la princesita y yo nos hemos estado entreteniendo con las letras, ¿verdad?
- ¿No es un poco joven como para que le enseñen esas cosas? ¡Aún le quedan muchos años para pensar en hipotecas!
Se rió. Las carcajadas sonaban cristalinas y sinceras. ¡Pensaba que era un chiste! ¿Qué tipo de paralelismo puede haber para que le cause tanta risa? Estaba medio indignada porque no lo entendía, pero su alegría se pegaba como esa sustancia adiposa que tanto nos desagrada a las mujeres cuando nos hacemos viejecitas. La niña al escucharnos se asomó a la puerta, nos vio, y salió corriendo a abrazarme.
- ¿Qué tal está la niña más bonita del mundo?
- Quien a los suyos se parece…
- Eso dicen, Lourdes. Tú tampoco estás nada mal así.
- Jaja, no, señora. Yo soy el profesor encargado de la hora de comer. Me llamo Elías.
- Ya me parecía a mí. En fin, yo soy Alma. ¿Y el comedor es sólo para niños? Porque menudo privilegio tienen.
- Yo hago todo lo que puedo porque estén a gusto. Casi ningún niño se acostumbra al comedor de la escuela, pero nosotros intentamos estimularlos para que comer cada día sea toda una aventura.
- Sí, puedo entender eso del estímulo…
-¿Qué?
- No, nada, que yo ya me voy. Tendré que volver de vez en cuando a llegar tarde para reírme un rato, hoy he tenido un día realmente estresante.
- No lo dude, nos divertiremos.
- No lo dudo. Adiós.
- ¡Hasta la próxima!

Volvía a estar en la calle, en la misma parada de autobús. Miré el reloj, el tic tac era audible pero la esfera no tenía manecillas. ¿Qué le pasaba? Pregunté a tres personas que había allí la hora, pero nadie quiso contestar. ¡Y luego soy yo la rara!
Desabroché la correa e instintivamente fui a meter el reloj en el bolsillo, pero allí no había nada. ¿Otra vez? ¡Me toman el pelo hasta en sueños!
Levanté la cabeza y de repente todos llevaban una chaqueta igual que la mía; hombres, mujeres, niños, perros e incluso el poste que señalizaba la parada del bus. No, eran casi iguales que la mía, porque aparentemente ninguna tenía bolsillo. Entonces, de golpe, hubo una pausa y los pájaros se pararon en el cielo, los coches dejaron de tocar las bocinas y la mirada de las personas se paralizó. Cuando el mundo recobró la vida todos señalaban hacia el final, hacia lo que parecía una montaña con un par de ojos azules, grandes. Se oía una risilla de fondo, y en la cima –daba igual lo lejos que estuviera, lo podía ver con total claridad- había un maniquí con mi chaqueta.
Me desperté envuelta en sudor. Estaba sola en la inmensa cama de matrimonio, para no variar. Me levanté y abrí el cajón de la mesita. Dentro había una autorización para que el alumno se quedara en el comedor de la escuela. Suspiré y empecé a rellenarlo, lentamente.
Si la montaña no viene a Mahoma…

サラ.

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