jueves, 27 de noviembre de 2008

06. Ley de vida

- ¿Sí?
- ¿Es usted Alma Asorey?
- Sí, soy yo.
- Le llamo desde el Hospital General. ¿Conoce a Alesia García?
- Es mi madre. Hace años que no la veo.
- Ha tenido un accidente y está muy grave. Siento comunicarle esta terrible noticia.
- Déjate de adjetivos. Gracias por notificármelo.
Y colgué. Éste era uno de esos casos prototípicos y peliculeros en los que los protagonistas salen corriendo, pero a mí me pasó lo contrario. Necesitaba reflexionar, una buena ducha.
Me metí en el cuarto de baño no sin antes echar una ojeada por la ventana y preparar una cafetera, como cada mañana. Estaba a punto de despuntar el día, debían ser las 6. Buena hora.
El agua fría despertó cada célula. Poco a poco fue calentándose y volví a respirar. Me daba la sensación que la cabeza estaba humeando, había llevado una noche agotadora con una traducción. Un personaje estaba empeñado en hablar de la migración de los cangrejos australianos a aguas del Mediterráneo, cosa de por sí imposible, utilizando mil tecnicismos, la mitad de ellos inventados a partir de la pronunciación del verdadero. ¿Cómo podía haber escritores tan locos? Qué noche tan extraña.
Alguien abrió la puerta.
- Buenos días cariño. ¿Te dio tiempo a acabar?
- Un poco ajustada pero sí. Ha sido un trabajo muy duro.
Una mano se coló por una rendija de la mampara y se posó en mi cadera. Tras ella fueron unos labios que se posaron en los míos. Fue un beso húmedo y prolongado que me ayudó a despejar la neurona. Pasé los brazos por su cuello y lo atraje hacía mí. Vestido se metió en la ducha conmigo y me envolvió con sus brazos.
Agua, vaho, calor.
- Tengo dos noticias que darte.
- ¿Buenas o malas?
- Elige, A o B. ¡Encárgate tú de valorarlas!
- B.
- Mi madre ha sufrido un accidente y está en el hospital…
- ¡Eso es terrible!
- Eres la segunda persona que pronuncia esa palabra hoy. Dejad las valoraciones para otro momento, por favor. Aún no he acabado siquiera la ducha de la madrugada y ya estáis traumatizando el día.
- ¡Tenemos que ir a verla! Voy a llamar ahora mismo al trabajo que hoy no iré.
- ¿Tenemos?
- Oh, cariño, sabes que adoraba a tu madre, aunque la viera pocas veces antes de que os pelearais.
- Ya, bueno. Yo tengo que ir a entregar el libro a la editorial.
- ¿No puedes dejarlo para otro momento?
- Les pedí una semana de asueto porque era imposible traducirlo con tanta prisa y lo aceptaron. Me pueden hacer un favor una vez, pero no puedo permitirme un retraso más si quiero seguir conservando mi fama.
- Lo entiendo. Voy a llamar ahora mismo para avisar que no voy a ir.
- Bien. Yo acabaré de ducharme.
Al fin el día había tomado una definición. Sería agrio y pesaroso. El cansancio empezó a acumularse en mis párpados, llevaba una semana de perros con la maldita novela y ahora esto. Sólo me apetecía dormir tres días seguidos.
Cerré el grifo y mojada y desnuda, fui a la cocina. El café ya estaba frío por lo que lo metí en el microondas unos segundos. Esperé allí a que la taza se calentara, llenándolo todo de agua. Al principio esta manía casi escandalizaba a Allen, pero se fue acostumbrando.
Saqué la taza y me fui al vestidor. Falda negra, camisa blanca ceñida a la cintura y unos zapatos con un poco de tacón. Muy sobria. Puse a imprimir las quinientas hojas y acabé de retocarme y secar el pelo. El secreto para parecer bella es poco maquillaje y natural.
- ¿Has cogido las llaves de casa?
- Sí, ya lo tengo todo.
Bajamos al garaje y se encendió la radio. Permanecíamos en completo silencio mientras las notas de una típica canción del verano llenaban el espacio. Estaba concentrada en conducir y no la presté atención hasta que él cambió de sintonía.
- ¿Te encuentras bien? Odias esa canción y no la has cambiado.
- Ni he prestado atención, la verdad. Hoy hay un tráfico terrible, ¡voy a llegar tarde!
- ¿Seguro que no estás así por el accidente?
- Los cangrejos australianos han migrado a mi cabeza, me encuentro incapaz de pensar en nada.
- ¿Cangrejos australianos?
Paré el coche delante de una pequeña papelería. Si no fuera porque sabía dónde estaba habría pasado de largo por completo.
- Vuelvo ahora, dejo el coche encendido.
Puse ambos intermitentes y bajé con el paquete en el que estaba la novela. En cuanto entré unas campanitas sonaron en la trastienda y se asomó un hombre con gafas enormes. Era muy mayor, lleno de arrugas.
- Buenos días, viejo Roble. ¿Puedes encuadernarme esto?
- Hola joven Caos. ¿A qué nivel de velocidad lo deseas?
- Faster than Light, please.
- Right now!
Contemplé el lugar con cariño. El olor a hojas, libros viejos y fotocopiadoras calientes se mezclaban en este lugar. Recuerdo que eso fue lo que me atrajo dentro por primera vez, el mismo día que empezó la dichosa manía de encuadernar los trabajos antes de entregarlos. Pulcro, fue mi primer éxito como traductora, y desde ese momento siempre he vuelto aquí al acabar cada libro.
A los pocos minutos volvió. Tan eficaz como siempre.
- ¿Pronto podré comprarlo?
- Supongo que sí, según lo que se demoren allá. Ha sido un trabajo especialmente difícil, espero que disfrutes su lectura. ¿Cuánto te debo?
- Vete o llegarás tarde.
- Gracias viejo –sonreí por primera vez en el día. Qué persona tan adorable, era casi como mi padre.
- ¿Se lo has contado ya?
- No he tenido tiempo, te mantendré informado. ¡Adiós!
Volví y me puse en marcha. No volvimos a hablar hasta que dejé la novela en la editorial.
- ¿En qué hospital está?
- El chico me llamó desde el Hospital General.
- ¿No sientes nada?
Le miré fijamente, a los ojos. Me sentía adulta, serena. Acababa de entregar un trabajo bien hecho y estaba tan satisfecha como cansada. No tenía nada pendiente.
- La noticia A es que vas a ser padre.
Sé que no era el momento para decirlo ni tampoco era la respuesta que esperaba recibir.
- ¿Qué? Pero… ¡Eso es maravilloso! ¿Cómo lo sabes? ¿Desde cuándo?
- Fui al médico el otro día y me lo confirmó.
El resto del viaje fue en completo silencio. Su cara cambiaba de felicidad a desánimo y de desánimo a felicidad aleatoriamente, parecía tener un debate interno importante. La música seguía sonando y yo no era capaz de nada. Dentro había una completa y absoluta calma. Terrible, era como si me hubieran anestesiado y le hubieran pasado mis sentimientos. Estaba a punto de preguntarle si se pondría a llorar o a reír a carcajadas cuando llegamos, y creí más prudente callar.
- ¿Te dijo en qué habitación estaba?
- No, le colgué.
- ¿Por qué?
- ¡Dijo que era terrible!
Suspiró. ‘Es incorregible’, debía estar pensando. Bueno, eso es cierto. Lo soy.
- Ve a aparcar, voy a preguntar dónde está. Nos vemos en recepción.
Me acerqué para recibir un beso pero sólo escuché como la puerta se cerraba. Me tocaba suspirar a mí. ¿Acaso tenía yo la culpa de todo lo que pasaba? No, joder, no fui yo quien ‘esperaría tranquilamente’. Yo quería hablar y solucionarlo, como siempre. Ella tenía suficiente con su nueva vida, suficiente como para darme la espalda aunque yo la necesitara. Al fin y al cabo, ‘ella no podía hacer nada por mí’.
Un stop, frené. Una sacudida y un sonido. Mi cabeza golpeó el volante con relativa fuerza.
Me sentía aturdida, miré a ambos lados y como no venía nadie seguí recto, ahí delante había un hueco libre. Aparqué a la primera y cuando iba a cerrar el coche me percaté del golpe en la parte trasera.
- ¿Cuándo mierdas me han pegado ese golpe? Joder, y no dejaron ni el número de teléfono. Qué hijos de puta. Como mínimo he tenido suerte y he aparcado en frente de la puerta…
Le di una patada a la rueda, frustrada, y fui hacia la puerta. Allí estaba esperándome Allen. En cuanto me vio corrió hacia mí escandalizado.
- ¿Pero qué te ha pasado? ¡Menudo golpe que tienes, cariño!
- ¿Golpe…?
Me toqué la mejilla. Era cierto, estaba tan hinchada que ni siquiera podía abrir el ojo izquierdo. ¿Cómo no lo he notado?
- Joder, joder, joder.
- ¡Lo siento, lo siento de verdad! -alguien venía corriendo, una mujer de unos cuarenta años con el pelo muy largo y rizado. Parecía azorada, preocupada-. Estaba discutiendo con mi ex marido y no vi que frenabas.
- No es nada. Por poco me quitan el sitio.
La contestación los descolocó, pero me había salido tan natural… Se miraron, noté su desconcierto.
- Discúlpela, le han avisado que su madre ha tenido un grave accidente y está algo perturbada por la noticia. Déme su número de teléfono y otro día la llamo para arreglar los papeles del seguro.
- Lo siento otra vez. Tenga mi tarjeta, le apunto detrás la matrícula de mi coche. No dude en llamarme pronto, por favor. Que no sea nada.
Y se esfumó. Yo había estado escuchándolos, llenando mi mente de palabras protocolarias para darle las gracias por su preocupación, pero no conseguí despegar los labios. Sólo miraba con curiosidad, hecho que empezó a preocuparle.
- ¿Pero no te diste cuenta de nada?
- No… -seguía tocándome la mejilla, como si intentara comprobar que de verdad había ocurrido.
Sin previo aviso me abrazó muy fuerte. Respiraba entrecortadamente.
- Prométeme que te vas a cuidar, ahora más que nunca. Tienes doble responsabilidad, tienes que dar a luz a un hijo sano, y tampoco quiero cuidar a un bebé yo solo. Te quiero Almita mía.
- Te… te lo prometo.
Me dio la mano, entrelazando nuestros dedos y me llevó adentro. Una enfermera se acercó a preguntarme qué había ocurrido, y él le contestó que no había sido nada, que me trajeran un poco de hielo. Al instante estaba sujetando un trapo con algo frío dentro. ¿De dónde vendría este hielo? Quizá lo había traído un cangrejo australiano desde el Antártico.
Por estúpida que pareciera la idea, me tranquilizó.
- Está en la habitación 411, planta cuatro. El ascensor… sí, ahí está.
Subimos con mucha gente, nadie dijo nada. Cuando sonó el ‘clin’ de la tercera planta, todos salieron casi corriendo y nos quedamos solos. Me estrechó más contra él como si pensara que yo también estaba enferma. Le miré con curiosidad y me la devolvió. Fui a hablar, pero tenía los labios también hinchados, y casi no pude entreabrirlos.
‘Clin’. Cuarta planta.
Ahí estábamos, por fin, y me volví a dejar llevar por su mano segura. Un par de puertas a la derecha estaba el número 411 escrito en letras negras sobre un cartel blanco impecable. Olía a alcohol, a limpio impoluto.
Tocó a la puerta con los nudillos y un hombre con bata blanca la abrió desde dentro. Todo blanco, blanco, blanco, blanco. Un lienzo sobre el cual escribir, pintar, traducir…
- Venimos a ver a Alesia.
- Pasen, por favor. ¿Familiares?
- Ella es su hija. ¿Cómo se encuentra?
- Está grave. Tiene lesiones internas, tres costillas rotas y la pierna y la muñeca derecha rotas, además de todos los golpes y magulladuras.
- ¿Cómo fue?
- Ella y un hombre iban conduciendo y chocaron contra un coche en dirección contraria a 160km por hora. Es un milagro que ella esté viva.
- ¿El compañero y el conductor del otro coche están…?
- Sí, han fallecido.
Volvía a pasar lo mismo que antes, buscaba unas palabras dentro del protocolo que pudieran expresar algo, aunque fuera simple interés. Al parar de hablar me miraron esperando que dijera eso que andaba buscando. Esta situación me presionaba y me puse nerviosa. Tosí y me dolió el golpe como nunca.
- Pobrecita… Lo siento mucho, de verdad.
¿Ni siquiera un ‘gracias por todo’? ¡Habla, habla! Pero nada, era imposible. Estaba demasiado concentrada en la cara del médico. ¡Qué blanco iba! Recorrí de arriba abajo su indumentaria muy descarada. Ambos se quedaron asombrados, pude volver a notarlo. Entonces me fijé que llevaba bordado un pequeño cangrejo en el bolsillo del pecho con un sombrero playero y una tabla de surf en una pinza.
- Un cangrejo australiano.
El día empezaba a ser de lo más surrealista.
Sonrió y me tocó el hombro, apiadándose de mí.
- ¿Puede venir conmigo fuera, por favor? –se dirigía a Allen-. Quizá… necesiten estar a solas.
Buena excusa Licenciado. ¿Sugerirías a mi pareja que me encerrara en un psiquiátrico o que me ayudara a dejar las drogas? Todo por mi seguridad, por supuesto.
El hecho es que me dejaron sola, a Allen se lo llevó un poco a regañadientes. Quería quedarse conmigo. Cuánto le quería.
Cuando cerraron la puerta me puse a contemplar los cuadros de la sala. Había una foto enmarcada de una playa desierta, muy típica de una agencia de viajes, y otra del monte Fuji en Japón. Busqué a Wally en ambas fotografías y al comprobar que no estaba posé la vista por primera vez en mi madre.
Mi primera impresión fue que tenía muy mala cara. Toda magullada, escayolada, con una máscara que le tapaba boca y nariz y le ayudaba a respirar. Lo poco que podía ver de su piel eran los dedos amoratados, supuse que por la presión de las vendas, y parte de su cara. Me llamó la atención que tuviera la mejilla hinchada, la misma que yo. Qué curioso.
Llevaba ocho años sin verla y nunca se cansó de esperar. ¿Por qué? En esa época tuve que despojarme de todo para conservar mi integridad física y mental. Desaparecí del mapa, viajaba, ahorraba dinero y volvía a viajar. Fueron dos años antes de asentar la cabeza, Allen me hizo volver.
Estudié, me perfeccioné y aprendí a amar muy despacio. En estos momentos era feliz con mi vida y mis pequeños retos.
¿Qué habría pasado si hubiera sido de otro modo, mamá?
Revolví en el bolso hasta encontrar un trozo de papel y un boli negro. Escribí unas palabras y lo doblé. Lo dejé sobre la mesita y salí en silencio.
Allí fuera estaban ambos hombres con cara seria. El suelo estaba muy pulido y limpio.
- Vámonos cielo.
- Pero yo quiero ve… -suspiró-. Bien, como quieras.
- Gracias por todo, doctor -le dije esto muy bajo pero lo entendió a la primera y asintió con la cabeza.
- Suerte. Aún puede ser que se ponga bien.
Ya estaba llamando al ascensor. El médico entró en la habitación y vio la nota. La alzó y desplegó. Dentro estaba escrito, con letra muy clara: ‘Eras mi persona favorita…’

サラ.

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