jueves, 27 de noviembre de 2008

02. El hueco de la escalera

Golpe seco. Un portazo al fondo de la casa, de su habitación. Después el silencio, más destructivo que todos los gritos anteriores.
No debí gritar, no debí hacer tantas cosas últimamente… Pero es un hecho y no puedo desprenderme de ello, de la sensación de haber escogido el mal camino al ver la rosa sin intuir las espinas, y ahora estar clavándome sus aguijones crudos, envenenados por una sustancia que te transporta a algo más allá de la muerte.
Más silencio.
Soy capaz de dejarme llevar a oscuras, que mi sentimiento sea más fuerte que toda materia en el universo, capaz de moverlo todo menos el tiempo. Y el silencio.
Tocan al timbre y voy a abrir. Palabras ininteligibles, intuyo que quieren subir pero tampoco acierto a saber qué, quién, por qué o cómo. Por las escaleras, imagino.
A lo mejor es la CIA vestida de hombres de negro, como en la película, que vienen a arrestarme o a acabar con las ruinas de mi vida, aunque quizá sean unos cuantos curas mandado por la Santa Inquisición para torturarme y quemarme en la hoguera por rompe-ideales, bruja y hereje. ¿Y si viene uno de cada? Por si ninguno queda conforme, partirme en dos y que cada uno cumpla su misión de castigarme.
Sería divertido ver la cara de satisfacción cuando él se entere y firme gustoso porque se me lleven muy lejos, donde mis paranoias e incoherencias no le afecten. A lo mejor lo celebra preparando palomitas, o haga una fiesta de vecinos de la comunidad, que por fin se libran de esta pesada. Hasta puede que mis más íntimos amigos se apunten a la celebración.
Con ese sabor tan amargo escuché las pisadas de varias personas subiendo los tres pisos sin ascensor, incluso antes de abrir la puerta. No iba a darles el gustazo de estar esperándoles con los brazos abiertos, les haría esperar a que llegaran para enseñarme a ellos, para entregarme y por fin acabar con el sufrimiento del planeta. Sin altibajos emocionales, sin que haya nadie que se sienta ofendida por las más pequeñas chorradas. Seguro que se aburrían, pero ese era su problema.
Al llegar abrí la puerta. Allí había una señora mayor, entrada en carnes y dos niñas agarradas de sus manos. ¿Y esto qué era, el batallón inicial? Los niños podían llevar bombas nucleares implantadas en el cuerpo en el momento de nacer y la mujer un látigo escondido entre los michelines. Nunca hay que fiarse, aunque parezcan inofensivos.
- Somos testigos de Jehová y vamos predicando su palabra. ¿Sería tan amable de escucharnos unos minutos?
¿Y toda esa educación de dónde había salido? ¡Soy capaz de escoger el cuchillo más mortífero de la cocina y… y… hacer algo con él! ¡No os fiéis que yo no estoy indefensa!
Mentira.
- Oh… Lo siento, pero pertenezco a una secta muy peligrosa que está totalmente en contra de vuestra creencia. Tengo órdenes expresas de exterminar, pero como veo que habéis sido tan amables, os permito ios sanos y salvos de la puerta de mi casa. Gracias y buenas tardes.
Cerré la puerta sin creerme del todo lo que acababa de decir. A veces era como si alguien controlara mi boca para soltar palazos invisibles. No se puede hacer nada contra un ataque así.
Suspiré, vuelta a la resignación. Me iría al salón sin castigo y con el silencio, que parecía más abrumador por instantes… Aunque ahora que pensaba en él, había desaparecido. Un rumor de pasos se escuchaba cada vez más cerca, por lo que no me moví, cara a la puerta de salida.
Sus brazos rodearon mi cintura y creí que el corazón se me saldría por la boca de lo desbocado que se había puesto. Sus labios rozaron mi cuello y noté esa respiración cálida sobre mi piel. Suspiró, ambos suspiramos.
- Lo siento.
Y con eso bastaba, con eso tenía que bastar. Me arrastró hacia el cuarto y me dejé llevar, con los ojos cerrados.
Perdonaría y volvería a la normalidad.
Hasta la próxima.

サラ.

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