— Hay dos tipos de personas en esta vida —dijo mi compañera—: los que te entienden y los que no te entienden. Claro está, habrá con quien conectes al instante y con los que el tiempo te haga comprender. Pero de un modo u otro, esa conexión existe. En cambio, con los contrarios por muchos miles de millones de años que pasen no conectarás. ¿No crees?
Ante sus palabras me quedé parada. ¿Sería así? No tenía ganas de pensar.
— Pues no lo sé. Quizá tengas razón.
— ¿Crees que entre nosotras hay ese entendimiento?
— Bueno... supongo que sí. Si no, quizás no estuviéramos aquí, juntas.
— En realidad, según mi teoría también puede existir la pareja que se casa y, un día después de muchos años, se da cuenta que por mucho que se quieran no se entienden. Y yo quiero que tú me entiendas, Irina. Debe ser horroroso levantarse un día y darse cuenta, así a las bravas, que esa persona jamás ha entendido una palabra de lo que dices.
Guardé silencio. Sí, es horroroso. Hacía dos días y medio que había tenido esa misma sensación.
Me desperté a media noche, con la cabeza aún embotada por la copichuela de más que nos tomamos en el pub de la esquina. Mi boca pedía agua, mi cabeza silencio, y mi cuerpo descanso, pero nada conseguí: nos habían cortado el agua por impago de las facturas, las charlas y la música del botellón impedían el silencio y era imposible cerrar la ventana del cuarto por el calor bochornoso de verano. Todas estas variables hacían imposible el descanso.
Aún así me puse en pie y vagué unos pasos que parecían eternidades. La luz de la farola y el cartel rojo y azul enfrente de mi fachada. Yo le había insistido para dormir en la habitación más alejada de la calle, la que daba al patio interior, pero a él le relajaban las luces de neón intermitentes del enorme cartel. Cada uno tiene sus manías y yo acabé cediendo, aunque empezara a tener jaquecas más a menudo por maldormir. Bueno, aún me quedaba el consuelo de que la habitación estaba lo suficientemente iluminada como para no tropezar, ni siquiera con el movedizo velo que se había posado en mis ojos a causa de la borrachera.
Miré hacia la cama unos instantes antes de salir de la habitación y allí estaba, su cuerpo tibio encima de las sábanas, desnudo. En ese instante sentí un crack, igual que si hubieran roto un huevo sobre mi cabeza y al tocarme el pelo húmedo me hubiera dado cuenta que no era el huevo de oro, sino otro huevo más y la oscuridad desapareciera así del nublado entendimiento humano. Él no entendía sus palabras, sus sueños, sus manías y sus sentimientos. Y ella tampoco los de esa persona que había acompañado sus noches, sus risas y sus gozos. Era un hombre totalmente desconocido para ella.
Sin darme cuenta me senté en una silla plagada de ropa-de-día-anterior y agarré sin levantarme un cigarrillo de la mesita de aquél hombre desconocido. Jamás había fumado, y en la primera calada me atraganté con el humo, pero prescindí de toser. ¿Qué hacía yo allí?
¿...Qué hacía yo allí?
Esa pregunta resonó de nuevo en mi oído interior y salí del ensimismamiento.
— Quizá si no estuviéramos condenadas a entendernos no nos hubiéramos conocido tan de repente, Izumi.
Con un gesto inconsciente agarré otro cigarrillo. Desde aquella noche no había parado de fumar. De hecho, fue así como conocí a Izumi, estudiante becada en España, pidiéndole un pitillo. Y ella no fumaba, pero por casualidad tenía un paquete de su ex novio en el bolso y me lo regaló.
— ¿Todo el paquete? Yo sólo quiero uno...
— Tranquila, yo no fumo. El cretino de mi ex se lo dejó aquí y no volvió.
— Yo también acabo de dejarlo con mi novio. Bueno, él no sabe aún que le he dejado, me he ido sin más de mi propia casa.
— ¿Y no tienes a nadie?
Reflexioné unos instantes, aunque no sabía para qué, porque la respuesta era obvia: — No.
— Mi sofá es cómodo y mis compañeros de piso nunca rechistan si hay visita. Es tarde.
No hubo más palabras entre nosotras. Me llevó hasta un pequeño pisito céntrico y allí me dejé morir. No recuerdo nada hasta la mañana siguiente -sólo unas horas más tarde- cuando me desperté con el cuello dolorido en un sofá demasiado pequeño de piel sintética de leopardo y una pequeña japonesa mirándome sin pestañear. Parecían que todo lo habían encongido a tamaño infantil, como una también pequeña broma. Pequeño, pequeño, pequeño.
Iba a preguntar «¿qué hago aquí?», pero recordé que mi abuela, instantes antes de morir, me recomendó que no lo hiciera jamás, parafraseando un trozo de una película que le encantaba: «después de todo, mañana será otro día». Ella —ni nadie, para ser sinceros— se imaginaba que esos serían sus últimos instantes viva, pero nos sobrepusimos. A ella también se la llevó el viento, como a la película. O no... creo que en realidad lo leí en la parte trasera de una de las bolsitas de azúcar que reparten en los bares con el café.
El hecho es que la miré lo más enfocada que pude a través de las legañas matutinas, carraspeé para afinarme la voz, como lo hacen los grandes conferenciantes antes de empezar a hablar, y dije:
— Qué camiseta tan genial llevas. ¿Dónde la has comprado?
— Era de un compañero de piso, me la quedé.
— Oh, buen plan para conquistar el mundo.
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