He encendido el calentador de aire y no he podido evitar girar la cabeza para ver si Neko estaba en su mantita, disfrutando del calor. Su arena sigue en el baño, intacta, con los últimos restos de aquello que ya ha volado. No soy capaz de tocar su transportín ni para alejarlo de mi vista, la comida y el agua que el animal es lo primero en lo que me fijo cuando entro al cuarto. Pero hacerlo desaparecer sería como negar que su cuerpo tranquilizó mi cabeza cuando todo se estaba desmoronando en Castellón.
Al final lo que golpea mi cabeza fueron los últimos momentos en los que yo creía no haber tomado una decisión, cuando aún las esperanzas titilaban en el aire cargado de olor a veterinario, acariciándole y escondiendo mi cabeza en su barriga, como si él -él, ¡el que iba a ser asesinado!- tuviera que volverme a proteger del dolor, y una escena que llevo soñando todas estas noches, recreada por un momento que le vi sedado, como muerto. Me imagino a la veterinaria durmiéndole, animando a su cuerpo a que reaccionara al fármaco para después volverle a pinchar el líquido que hará que no vuelva a despertar. Y yo, de pie junto a ella, intento gritar o moverme, pero algo me va arrastrando hacia atrás, más hacia atrás, aún más hacia atrás...
¿Por qué tengo que mirar hacia alante cada vez que entro en casa, como si estuviera esperándome como todos los días? Tampco volveré a encender el calefactor.
Vengan a encerrarme, soy una lunática asesina. Da igual que me repita mil veces que el animal estaba enfermo y era lo correcto, él no tuvo voto. Y ahora debe estar incinerado junto a no se sabe cuántos otros animales, todos revueltos en sus cenizas. No me merezco seguir aquí.
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