Ese día me preguntó por qué estaba escondido. Debí quedar como un verdadero estúpido. No pude responderle. ¿Cómo articular palabra? Esa joven misteriosa clavando sus ojos marrones, brillantes y llenos de fría inocencia en mí, con su pelo rebelde y, extrañamente, un camisón nuevo que le venía a medida, blanco, sin roturas ni manchas, y pegado a su cuerpo empapado por las aguas del río.
Supuse que venía, como todos los días, de hacer su ofrenda a los muertos.
Empiezo por el principio. Me explico.
Por estos alrededores es común, en el Día de los Difuntos, colocar una pequeña vela en un trozo de madera y dejar que el agua del río se la lleve. Según la tradición, la luz que les proporcionará será suficiente para llegar hasta el más allá.
Y ella cada noche, más o menos una hora después de haberse puesto el sol, mi dama del río se encaminaba al río con su vela en el cachito de madera -para que flotara- y su camisón de siempre, que ya le venía pequeño a fuerza de crecer. Se quedaba en el agua hasta que ella se engullía el reflejo del diminuto fuego. Entonces volvía a casa sin reparar en el posible frío de la noche o que el camisón pegado a su cuerpo era rasgado por alguna ramita que sobresalía de los árboles, ya que ella debía adentrarse en pleno bosque y recorrer un estrecho sendero para llegar al río. Pero parecía que sus pies la guiaran, tan segura como andaba.
Yo la vi por vez primera un día que me adentré con mi prometida, para hacerla partícipe del amor. Llevaba mucho tiempo preparándolo todo para la ocasión. Busqué un lugar resguardado y no muy lejano al camino, para no perdernos en la noche. Hasta tallé con mis manos inexpertas un tosco anillo de madera, que pretendía regalarle. En pocas palabras, demostrar que mi amor era verdadero, que la quería para siempre.
Ahora lo pienso y me parece imposible.
Cuando conseguí que se escapara de su casa, corrimos entre risas cogidos de la mano, hasta las proximidades de los árboles. Allí, casi temblando de miedo y frío, se escondió a mi espalda. Era tan tierna, tan dócil...
Llegamos hasta aquel lugar y una burbuja de amor nos envolvió. La sentí vibrar cuando le acariciaba la mano, el brazo, la cara... cuando le besé los labios por primera vez. La amaba con pasión y estaba decidido a hacerla mía si aceptaba mi anillo, y con él mi corazón.
Pero estábamos demasiado cerca del camino. Ella, mi dama del río, apareció ante mis ojos. Volvía de regalarles la luz a los muertos, tan mojada como de costumbre. Levanté la cabeza al escuchar sus ligeras pisadas y allí estaba, alta y espigada, bella, perfecta.
A partir de ahí mi destino voló de las manos de un dulce amor con olor a tulipanes, a otro agridulce con olor a rosas... y alguna espina.
Desde aquél día hace ya casi dos años, y sigo visitándola en secreto todas las noches.
Más adelante intenté hacer averiguaciones por mi cuenta. Quería saber quién era, quería saberlo todo sobre ella. Finalmente encontré su nombre. Se llamaba Eliza y era la hija del leñador, un tipo grande y con espesa barba rubia, hirsuta. Al principio me asombró, puesto que ella era todo lo contrario a él, hasta que, a base de espiar por el día, escondido en las ramas de un árbol con espeso follaje que había junto a su casa, descubrí a su madre. Iban ambas a tender la ropa. Se me cortó la respiración, y entonces recordé que de pequeño mi madre una vez me había hablado de ella. De hecho, la evocación me vino tan súbitamente que llegué a asustarme. Ella me dijo esa vez que su belleza fue reconocida en toda la comarca, y en su juventud hasta los señores de feudos vecinos quisieron casarse con ella. Pero uno a uno fue diciéndoles que no, y acabó con el último hombre que se pudiera esperar.
La visión era sobrecogedora. Dos musas silenciosas, colocando con sus largos dedos la ropa, cuidadosamente. Si no fuera por su piel morena y sus sencillas ropas, bien podría decirse que eran princesas sacadas de cualquier cuento de hadas.
También me enteré de la larga lista de pretendientes de mi Eliza. Muchos vi entrar, vestidos con sus mejores prendas, generalmente lino en verano y terciopelo y pieles en invierno. Me enfurecía, de hecho habría bajado del árbol y le habría pegado una paliza a cada uno de ellos. Pero la paciencia, unida a un sentimiento oculto, imperó sobre la cólera y esperé a verlos salir, generalmente airados. La satisfacción y el orgullo se apoderaban de mí, mientras contemplaba cómo se alejaban del lugar.
Algunas veces tuve ganas de bajar y anunciar mi amor por su hija, pero el temor a ser rechazado era superior a mí. ¿Qué haría yo, si las pocas esperanzas que albergaba se esfumaban? Creo que no seré jamás capaz de vivir sin que mi dama del río se cuele en mi memoria. Quizás hubiera sido mejor olvidarme de ella y volver a cortejar cualquier chiquilla. Puede que si al principio lo hubiera hecho, no habría caído en su mudo hechizo.
Llegué a pensar que sus padres no sabían de las incursiones nocturnas de su hija, porque no podía pensar que tanto como la cuidaban de día, la expusieran a cualquier extraño de noche. No la dejaban ir al pueblo a comprar, igual que tampoco la dejaron salir a jugar cuando era niña. Me daba pena. Vivir sin infancia... Por esto, entre otras cosas, los vecinos murmuraban que la madre estaba loca, que se lo había contagiado al marido y que pronto le llegaría el turno a la hija. Jamás creí una palabra de esas historias.
En cambio, sí que lo sabían. Lo sé porque cada vez que salía de casa se movían las cortinas y una luz se encendía en una de las habitaciones, que era apagada justo cuando empezaba a vislumbrarse el blanco de su camisón destacando en la negrura del bosque.
Todas las noches hacía el mismo recorrido, salía con la vela encendida de casa y pasito a pasito llegaba hasta la orilla, donde paraba unos instantes. Más de un hombre habría vacilado ante los siniestros ruidos de los animales y el murmullo del aire entre las hojas. Yo temblaba, hasta verla aparecer, con el reflejo de la llama en su cara, en sus ojos. Ésta le concedía una aureola beatífica, pero también un halo fantasmal, como si los difuntos a los que iba a visitar se colaran en sus ojos para ver el mundo por ellos mismos.
El único instante en que parecía titubear era antes de introducir sus blancos pies en el agua. Me habría gustado saber qué pasaba por su cabeza.
Una vez tuve el valor a aventurarme fuera de mi escondrijo, mientras ella contemplaba cómo se alejaba más y más la improvisada barca. La pregunta que le formulé me sorprendió más que a ella, que ni siquiera dio muestras de haberse asombrado de mi presencia.
De pie, ella observando aún el horizonte y yo admirándola, recortada en el paisaje, formando parte de él. Las palabras surgieron de mis labios solas y cobraron vida en el aire, que me las devolvió en forma de eco.
- ¿Por quién rezas cada noche?
- Por mis padres.
Nunca olvidaré esas dos frases, la gracia y suavidad de su voz, el tono plácido con el que hablaba. A partir de ahí supe que sería capaz de cualquier cosa por escucharla todos los días de mi vida.
Como todo en su historia, aquello positivo tiene una contrapartida negativa. En este caso, nuestra breve conversación fue el desencadenante de la desgracia.
Paralizado por la respuesta, no osé replicarle que sus padres seguían vivos y que ahora mismo estaban esperando su regreso. Tampoco habría sido capaz de hablar aunque hubiera querido. Quizás no era el momento de hacerlo.
El destello de la vela fue apagándose y ella salió del agua.
Tuve miedo a que me echara de su lado, pero nada dijo.
Yo seguí su rastro, unos pasos más atrás, velando por ella, mi dama del río. Sentía un deseo casi incontenible de abrazarla y cubrirla de besos. Tal fue mi anhelo, que las lágrimas inundaron mis ojos. No podía hacerlo, y la agonía empezó a comerse mi alma.
Tuve verdadero pavor por que el bosque acabara, por dejar de verla delante de mí. Eran los primeros momentos que compartía a su lado y no quería que acabaran nunca.
Ya casi al final del sendero podía verse un resplandor y la inquietud creció en mí. Aun así no intenté acelerar el paso. Era mi tiempo, mi único tiempo con ella.
Cuando llegamos, comprendí con horror de dónde provenía: la casa del leñador estaba ardiendo, al igual que arde la leña seca en la chimenea. Unos gritos de dolor provenían del interior. Rápido, demasiado rápido, los chillidos se ahogaron entre las llamas y el humo, bajando de tono. Creí que me volverían loco y deseé callarlos, hacerlos callar a toda costa.
Para mi asombro, Eliza no parecía escuchar ni ver el horror que estaba acaeciendo en su propia casa. Ella seguía andando hacia su hogar.
Pasmado, la agarré fuerte por atrás para que no siguiera caminando hacia allí. Entonces pareció cerciorarse de lo que ocurría. Noté en su mirada una leve alteración. Pasó de la apatía a la comprensión tan rápido que me asusté.
- Espérame aquí, voy a avisar a los ciudadanos. ¡Tenemos que apagar rápido el fuego!
Salí corriendo, con algo de miedo por Eliza, aunque algo en mi fuero interno me dijo que nada le pasaría. Mientras marchaba todo lo rápido que podía, pensé de forma fugaz en las palabras que me había dicho.
Creo que más que mis alaridos, debió despertarles la nota de urgencia en mi voz. Todos me siguieron rápidos hasta allí, cargados con cubos para sofocar el fuego.
Y allí la encontramos, a mi dama del río con las mejillas encendidas e inmóvil. Parecía un mal augurio, y yo también lo pensé así.
A la mañana siguiente sólo quedaban los rescoldos. Era una imagen grotesca de lo que había sido el edificio. Agotados y con los músculos doloridos volvieron a sus casas, apenados por la muerte de la pareja. Ni siquiera fuimos capaces de encontrar sus restos. Sólo quedó en pie el establo.
Cuando por fin pude descansar y la vi, un cachito de corazón me abandonó. No se había movido del sitio. Me dolió que no se reflejara en su rostro ni un ápice de interés o dolor. Intuí que sabía perfectamente que su familia había muerto y que su hogar había desaparecido. Su insensibilidad me hirió más que si me hubiera clavado un cuchillo en pleno vientre, y mi mente voló a los comentarios sobre la locura de la familia. ¿Pudiera ser verdad...?
Me miró por primera vez. Clavó sus pupilas dilatadas en mis ojos y noté cómo inspeccionaba mi interior. Bajé la mirada, cohibido, y ella echó a andar hacia la casa. Entró en ella y vi como se agachaba, levantaba una gruesa tabla del suelo y sacaba de un compartimiento secreto una gran caja. La abrió.
La seguí y paré a su lado. No alcancé a discernir por qué seguía con ella, y tampoco me lo planteé. Esas preguntas me las hice horas más tarde, tumbado en mi cama, abatido.
Dentro de la caja había una sola vela más y una única prenda de ropa, blanca.
Y estallé.
El sentimiento oculto que me había hecho quedarme escondido cuando todos la cortejaban me instó a alejarme de allí. Y le hice caso. Con su mirada clavada en mi espalda me marché, y creí que para siempre.
Otro gran error de pensamiento.
Al llegar a mi propia casa una lluvia de preguntas cayó sobre mí. Mis propios padres desconocían el lugar al que me dirigía todas las noches, cuando me iba sin decir nada. Ellos nunca preguntaron, porque supusieron que estaría en la taberna, o cortejando alguna mujer, como era normal en los hombres. Ni se les ocurrió pensar que estuviera siguiendo a mi dama del lago, escondido entre matorrales.
Cuando les quedó claro que no contestaría me dejaron marchar, huraños. Farfullé que estaría en mi cuarto y subí a la buhardilla.
En realidad, muy pocas personas podían permitirse el lujo de tener varias habitaciones, y mucho menos una para cada miembro de la familia. Yo, buscando un poco de intimidad me trasladé al pajar, alejado de mis tres hermanos y mis padres. En el fondo no era tan incómodo, y el olor a hierba me parecía incluso agradable. Sólo el alcalde y el leñador tenían dos habitaciones, uno porque tenía dinero y el otro porque se construyó la casa con la madera para hacer sus propios negocios.
Intenté dormir, pero me era imposible apartarla de mi mente. Sobretodo, me sentía inquieto por esa última vela. ¿Iría como todos los días al río o la tragedia habría llegado a su interior?
Por otro lado, mi corazón se sentía cansado de amar, de este amor unilateral y sin respuestas que estaba acaparando hasta el último ápice de él. Resentido como estaba, y fatigado por el esfuerzo físico y las pocas horas de sueño, resolví mi futuro en una última reflexión: si ella acudía aquella noche, a la hora de siempre, al río, con la vela, me olvidaría para siempre de mi dama del río, con las esperanzas hechas añicos por su indiferencia y su falta de sentimientos. ¿Podría yo aguantar a alguien que no me amara? ¿Por qué o para qué debería hacerlo? ¿Acaso me depararía algo más que sufrimiento...? No.
Con ese pensamiento me abandoné al agotamiento, y rendido caí en un sueño intranquilo.
Desperté empapado en sudor y con una sensación de ahogo que se extendía desde el pecho, como si lo estuvieran apretando. Al ver que estaba anocheciendo empecé a alterarme.
Mi imaginación voló hasta el día que la conocí. Triste, muy triste, recordé todo el tiempo que había pasado camuflado entre la vegetación, buscando deseoso y esperanzado una sonrisa. También resonaron aquellas palabras, la desdicha que habíamos desencadenado.
Pensé varias veces en ponerme a caminar, porque sabía que se me haría tarde, pero parecía que algo se negaba y me arrastraba a quedarme allí tendido mucho, mucho tiempo, hasta que alguien me hiciera despertar de la desesperación que había reemplazado la sangre y ahora corría por mis venas.
No recuerdo cómo llegué hasta el bosque, porque no quería ir. Ahora aprecié que no quería hacerlo. Prefería amarla en silencio que obligarme a olvidarla. Mi dama del río...
Ya estaba a punto de darme la vuelta cuando el murmullo inconfundible de la tela me hizo posar la mirada hacia allí. El corazón se me había caído a los pies, sabiendo que este era el final, y casi rompí a llorar como un niño.
Eliza se dio cuenta de mi presencia y paró. Encontré algo diferente en ella, pero no lograba distinguir el qué. Entonces me habló:
- ¿Por qué estás ahí escondido?
No fui capaz de responderle. La miré como si de aquélla primera vez se tratara, de arriba a abajo. Debí parecer un estúpido y un indiscreto.
Al descubrir su camisón nuevo otra esperanza creció en mí, y parecía tan real... También sus ojos eran diferentes, teñidos de... de... vida.
Me parece que nunca mi sonrisa había sido tan sincera como esa vez. De un salto salí de mi escondite y le cogí las manos. Su tacto era cálido y blandito. Las alcé y besé, mientras las lágrimas corrían por mis mejillas.
No sé si me recordaba ni si se había fijado en mí cuando le hablé o cuando le salvé la vida. Pero tampoco era para ella un desconocido, puesto que soltó sus manos y me rodeó con sus brazos.
Mi dama del río había resucitado, y yo iba con ella de la mano en su regreso.
Apretados el uno contra el otro volvimos hasta el establo. Encima de una pequeña mesa estaba la vela, recordatorio de mi sufrimiento.
Al verla, la pregunta brotó de mis labios, como aquella otra. La espontaneidad con la que salió me hizo temblar, recordando las consecuencias de la anterior.
- ¿Por qué fuiste al río, si no llevaste la vela contigo?
- Esperaba encontrar mi destino, y estuve mucho tiempo esperando en la orilla... Nada pasó. Con el frío y la tristeza calada en los huesos regresé, pensando que habría desperdiciado el momento. Y parece que no, porque ahí estabas tú.
Una sonrisa se dibujó en mi cara y besé su tierna mejilla. Jamás volvimos a hablar del tema.
Al día siguiente me trasladé a la cuadra con ella, y tras muchos meses de trabajo duro la convertimos en una bonita casa.
Le regalé el anillo de madera que un día hace varios años tallé con mis propias manos. Sólo había una diferencia, y es que en él gravé las siguientes palabras:
“Y nunca volveremos a estar solos”.
Sea.
サラ
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